Este
cuento pertenece a Isaías Leo Kremer a quien conocí al iniciar mi investigación sobre la historia de los “Pampistas” allá por el año 1997. Sus enormes
conocimientos de la historia de la inmigración judía fueron vitales en aquellos
primeros años para orientarme acerca de los aspectos poco conocidos del periplo
y de los cuales ha sido un sabio inquisidor. Ingeniero agrónomo de profesión y
escritor por vocación, Isaías es uno de esos grandes personajes que la vida me
ha permitido conocer. Su profesión lo ha llevado a recorrer gran parte del país
permitiéndole recopilar infinidad de historias que ha volcado magistralmente en
sus libros. En estos últimos tiempos, proyectos sobre la historia de los
Pampistas en los que ambos estamos involucrados, me han permitido volver a
disfrutar de esas largas charlas con Isaías. Es por todo lo expuesto que me
permito compartir con Ud, y con el permiso del autor, este cuento sobre Mar del Sud.
J
O V E L E , L A D E L M A R
D E L S U D
Jovele nunca había visto el mar tan
apacible y quieto, con su fluir y refluir en el suave atardecer de la costa
atlántica, conocía el otro mar, el oscuro y amenazante de los puertos asiáticos
y europeos, donde el numeroso grupo humano era rechazado una y otra vez.
De Alejandría, de Jaffo, de Estambul,
Marsella, Burdeos y por fín el agua mansa y oscura del puerto de Buenos Aires,
donde todos descendieron esperanzados pero temerosos; habían dejado atrás la larga travesía con frío, hambre y hasta
con muertos al caer un mástil frente al puerto de Marsella en una noche de
temporal a bordo frente a la costa francesa, donde recién después de arduos e
interminables trámites, les permitieron trasbordar al viejo Pampa, que por fín los llevaría a la
tierra prometida y largamente soñada.
Atrás quedaron el recuerdo y la memoria
nunca tan bien simbolizados como con la orden del Barón recibida en Estambul: “No
viajarán judíos con barbas largas ni con kaftán”. Ese fue el corte
abrupto con el mundo viejo, con el hombre judío del ayer; hubo llantos, risas, discusiones y amenazas, unos lo hicieron por
propia decisión y otros fueron víctimas durante el sueño pero a la mañana
siguiente, los trozos de kaftanes entreverados con pelos de barbas y aladares,
tapizaban el suelo y los hombres aparecían con caras nuevas, con expresiones
distintas, rostros nunca vistos, eran las nuevas apariencias de esos pioneros
que con dolor, estaban dispuestos a
afrontar un nuevo desafío para los judíos:
transformarse en hombres distintos en un suelo desconocido, traerían
como armas sus arados y su Toráh y
así se animaron a la histórica epopeya sin retorno.
La llegada al Hotel de los Inmigrantes,
significó un reparador descanso para las aproximadamente 800 personas que
descendieron del barco. Pero en tierra existían otros peligros,
fundamentalmente el de los Tmeim
(impuros) que acicateaban a las mujeres jóvenes para que los siguieran y muchas
lo hicieron, pero el espíritu de grupo primó por sobre las disidencias y
recibieron con agrado la noticia de que serían llevados al “Mar del Sud” para un período de
adaptación y descanso. Después del viaje en tren hasta Mar del Plata, se
prepararon 60 carretas con bueyes, que durante dos días llevaron a los azorados
inmigrantes hasta el rojo y elegante edificio del Boulevard Atlántico erguido
majestuoso frente al amplio mar, que los aguardaba calmo y apacible
recibiéndolos en paz.
Para los futuros
colonos los días transcurrieron tranquilos y serenos, hicieron su salón de
oración en un ala del hotel, el sol doró sus pálidos cuerpos, el agua de mar
tonificó sus fláccidos músculos; por
orden del Barón eran atendidos por solícitos lugareños que no les mostraban
ninguna hostilidad, muchos de ellos venían con largas melenas y desgreñadas
barbas, se acercaban tratando de entablar diálogos; más allá de las palabras, traían obsequios y frutas para los
niños; Jovele los contemplaba,
altivos e indómitos, con sus ponchos oscuros que contrastaban con los blancos
que cubrían a sus paisanos. Entre
ellos había muchas diferencias pero ninguna hostilidad y la curiosidad por
conocer al otro, tan distinto, permitía un acercamiento que muchas veces
adquiría ribetes cómicos para ambas partes y terminaban situaciones confusas
con sonoras carcajadas, que también unían a los hombres en un acto común.
Fue a raíz de una
casualidad que se desató la tragedia, los criollos del lugar viendo a tantos
niños en el viejo hotel, decidieron llevarles mascotas y juegos para su solaz, entre ellos traían
pichones de loros barranqueros que rápidamente fueron distracción para los
numerosos párvulos; con su
“parloteo” permanente alegraban a los niños que circulaban con sus verdes
pájaros por toda la colonia. Al poco
tiempo, comenzaron a enfermarse y se
produjeron muertes hasta llegar a un centenar. Los primeros sinsabores en la nueva tierra, las primeras lágrimas
asomando en los sufridos ojos, mientras
la ancha pampa oía por vez primera el doliente Kadish de los pioneros
acompañados por los criollos en muda reverencia ante el dolor.
En esa época, lejos
estaban de conocer la psitacosis y
sus efectos, pero con un criterio aprendido durante otras epidemias en el viejo
mundo, las madres llevaron a sus hijos a lugares lo más alejados posible del
hotel, al aire puro del mar y a los rayos del buen sol. Jovele, a la sazón una jovencita adolescente, siguió por entre
los altos pastizales y como era de esperar, se perdió; quizás haya sido por su enfermedad incipiente que se habría
contagiado, quizás fuera solo desesperación, pero al llegar la noche deambulaba
agitada, con frío y miedo, segura de estar afrontando el fín de su vida. Pese a todo siguió caminando a tientas hasta que numerosos y
amenazadores ladridos, le indicaron la segura presencia de lobos hambrientos
como los que conociera en la estepa siberiana; el súbito temor hizo que se desvaneciera y allí quedó su cuerpito
temblando bajo la luna grande , a merced de los lobos aullantes.
Toribio Allende no
dio importancia al ladrido de sus perros, seguramente alguna liebre o vizcacha
provocaba los mismos, se disponía a comer un asado al calor del fogón en su
rancho pobre, pero fue tanto el alboroto de los guardianes, que decidió salir a
la noche por si alguien estuviese merodeando en sus corrales, no halló
merodeador alguno sino el cuerpo tembloroso de la delgada jovencita.
Alzó el cuerpo
liviano, lo llevó al rancho, lo depositó sobre su viejo catre y lo cubrió con
su poncho pampa, intentó hacerle beber una sopa a la chica pero fue imposible,
tampoco balbuceaba palabras que Toribio pudiese entender; avivó el fuego, cortó trozos de papa que ponía sobre la ardiente
frente de la muchacha y cuando éstas tenían temperatura, los cambiaba por
trozos recién cortados, como había visto hacer a su madre cuando era niño y
alguien tenía fiebre; hirvió hojas
de eucaliptus y la atmósfera del pequeño rancho se llenó de vapor, pero la niña
seguía temblando de frío y a falta de más abrigo, el criollo acercó su cuerpo
al de la joven y se durmió abrazándola y dándole su propio calor que era el último al que podía recurrir.
Fueron dos días de
vigilia y zozobra hasta que la blanca niña abrió sus ojos y dejó de temblar,
desconoció el lugar, no recordaba detalles y se veía en un catre maltrecho
cubierta por un jergón manchado mientras frente a ella, un joven morocho
chupaba un palito de un jarro de madera;
solo se tranquilizó un poco (no mucho) cuando vio los ojos del hombre que la
observaban con una mirada buena y su boca mostrando una hilera de dientes
blancos que esbozaban la mejor sonrisa para celebrar su despertar.
Demasiado débil
para caminar, aceptó los cuidados y la comida que el gaucho solícito le
acercaba, no podían entenderse a través
de las palabras, pero el lenguaje gestual fue suficiente para saber que eran
salvador y salvada, así establecieron una corriente de comunicación cuyos únicos
sonidos comprensibles eran “Jove” para el criollo y “Toibo” para la jovencita; una vez recuperada Jovele, se hizo
entender por Toribio para ser devuelta a los suyos y así fue.
Gran conmoción fue
para los paisanos, en medio de su tragedia, ver aparecer a Jovele en “ancas de
un potro” atrás del muchacho criollo, una vez aclarado lo ocurrido con ayuda de
intérpretes por ambas partes, el “mozo Toribio” fue invitado a compartir la
vida de los pioneros en el viejo hotel junto al mar; éste aceptó el convite y siendo de oficio domador, trajo a su
tropilla de un pelo y mostraba a diario el arte de la doma a los futuros
colonos, quienes trataron de emularlo y pese a que muchos montaban para atrás o
caían ni bien montaban, comenzaron a aprender el arte que tan bien dominaron
luego con el correr de los años.
Por fín después de
algunos meses llegaron las esperadas noticias, las tierras de Entre Ríos habían
sido otorgadas y todo estaba listo para recibir a los pioneros en sus chacras; se alternaban las escenas de alegría
y de pesar, los padres no querían abandonar las tumbas aún frescas de sus
hijos, otros no querían alejarse de un lugar que se asemejaba al paraíso soñado; pese a todo comenzaron a cargar las
60 carretas que los llevarían a Mar del Plata y de ahí irían directamente
hasta el lugar donde los aguardaba la
verdadera vida de chacareros, en su propia tierra, como soñaran alguna vez en
el viejo mundo.
Comenzó el lento
éxodo hacia el destino, el paso lento de los bueyes bajo el sol de fuego o de
la luna callada los acercaba más hacia la meta, en una de las carretas, Jovele
no podía sustraerse al recuerdo del mozo agreste que la abrigara con su cuerpo,
su aroma fuerte, la mirada buena y la sonrisa franca no se iban de sus
pensamientos y consciente o no de sus actos y sin medir consecuencia alguna,
aprovechó los altos pastizales y en un alto de la huella, abandonó la caravana
para volver sobre sus pasos; a poco
andar, ya estaba arrepentida mas no
había retorno y lloró como hacen los niños cuando saben que están en falta,
pero ya no era una niña y no tenía posibilidad de alcanzar a las carretas. Así la encontró el mozo criollo,
tampoco él midió lo que estaba haciendo pero en aras de una locura, decidió
seguir a la caravana aunque más no fuera que para un último adiós, por lo que los dos volvieron a
encontrarse, tan distintos, pero atraídos el uno por el otro y decidieron
quedarse.
No fue nada fácil
la vida de los pioneros en Entre Ríos, tampoco lo fue para Jovele junto a
Toribio, pero había sido su elección y acertada o no, estaba junto a un hombre
que la quería, no le pegaba y a su manera le brindaba todo su amor. Jovele seguía entonando por las
mañanas sus “freilaj” (canciones
alegres) y pronto su rancho se llenó con
la algarabía de pequeños que tenían lo mejor de ella y del “Toibo” en sus
rostros; extrañaba y mucho a los
suyos, pero ésta era su vida, no era la que su padre hubiese elegido para ella,
pero la paz del lugar y ver a sus pequeños cabalgando en briosos potros,
sorteando las danzarinas olas, la llenaba de alegría.
Unos años después,
Jovele junto a su familia se trasladaron a un lugar más alejado de la costa,
principalmente por una necesidad de alimentos e hizo como viera hacer a su
madre, cortaba trozos de papa y los desparramaba en la negra tierra virgen que
aguardaba impaciente la semilla, para otorgar vida al amparo de su calor y
fertilidad; sus niños, más como si
fuera un juego que una tarea la imitaban, tapaban con sus piecitos descalzos
los trozos de papa diseminados en
torcidas líneas. El resultado fue
imprevisto, hubo tanta cosecha, que Toribio Allende pasó de domador a papero, con las manos
llenas de oscuro barro toda la familia extraía de la buena tierra el sano
producto que de inmediato cambiaban por otros insumos necesarios.
Al cabo de unos
años organizaron el sistema, consiguieron tierras fiscales que les fueron
otorgadas y en pocos años y con mucho sacrificio Jovele, la del Mar del Sud,
pasó a ser “Jove, la papera”.
Toribio y Jove ya
eran adultos, la suerte les sonreía, los hijos se criaban sanos en contacto con
la tierra y el mar, la muchacha recordaba sus orígenes y contaba a sus vástagos
sobre las travesías en el mar, las persecuciones en Rusia, las fiestas
judías y de tantas cosas que había
abandonado hacía ya muchos años en pos de una locura de muchacha; fue por eso que, pese a la distancia,
decidió hacer el largo viaje y llegar hasta la colonia de Entre Ríos donde su
grupo había sentado querencia.
Al aparecer en la
humilde colonia de “La Capilla” no
fue reconocida, observó en qué condiciones vivían y vió que eran tan pobres
como lo fuera ella hacía 10 años, pero tenían una vida comunitaria de la que
ella carecía, volvió a hablar el “mameloshn” y sintió un inmenso placer al
hacerlo, por fín le indicaron donde estaba la chacra en la que vivía su familia
y hacia allí se encaminó, no sin temor por lo que pudiese encontrar.
Su padre había
fallecido, guardó luto por ella seguro de haberla perdido en el camino y
pensando que habría perecido sola, a merced de las bestias del campo. Su madre, ya anciana, la recibió con
amor y al saber de su historia, le confesó que muy dentro de ella, intuía la
actitud tomada por la otrora jovencita, recibió a sus nietos con el mismo
cariño que tenía por los demás y solo le preguntó dos cosas: 1)¿eres feliz? y 2) visitás las tumbas de los pequeños que
enterramos frente al mar? Ante la respuesta afirmativa a ambas preguntas por
parte de Jovele, le habló con ese lenguaje sabio que solo una madre puede tener
para con un hijo y le dijo así: El Altísimo sabe lo que hace, Bendito El,
alguien tenía que quedarse en Mar del Sud para visitar las tumbas de nuestros
pequeños que se quedaron solos, la suerte cayó sobre vos Jovele y si a eso
agregás que vivís en paz junto a tu hombre e hijos, yo como madre también estoy
feliz y diciendo esto, abrazó a su hija con un abrazo cálido con lo cual la
resarció por tanto sufrimiento y culpa, acumulados a lo largo de los años.
Mientras “Jovele la
papera” vivió, iba con frecuencia a Entre Ríos para ver a los suyos y hacerles
conocer sus logros, ignoro si después sus hijos mantuvieron contacto con sus
parientes (es probable que no). Así
se forjó el destino de cada uno, sé que
hasta sus últimos días Jovele solía ir hasta el viejo edificio del Boulevard
Atlántico, de ahí caminaba hasta el cementerio de los párvulos, donde limpiaba
la arena y las malezas de las abandonadas tumbas, después pasaba largas horas
en lentas caminatas frente al manso mar
que viera por primera vez, siendo jovencita, al bajar de la carreta y oyera el
mágico nombre de “Mar del Sud”.
P.D.: Pampa : barco que arribó a Buenos Aires
el 15 de diciembre de 1891. Trajo 150 familias con un total de 817 personas.
No conocí
personalmente a “Jove la papera” , pero es un relato-homenaje a Jaim Schmukler,
mi abuelo, quien fuera uno de los bruder
shiff (hermano de barco), que arribara a estas tierras en el vapor Pampa
hace ya más de un siglo.
ISAIAS
LEO KREMER
¡Qué hermosa historia! ¡Imposible contener las lágrimas, gracias por compartirla!
ResponderBorrarGracias Mariana! Saludo enorme
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